sábado, 11 de septiembre de 2021

SE NOS FUE UN PINTOR DE LOS DE VERDAD, LUIS MOLINA

      
Le conocí a través del amigo y colega Rogelio Gil-Serna. Luis solía visitarle en Abarán; allí en el mesón "Alaska" compartían algunas "cañujas", aunque Luis era más bien de vinos. Las primeras obras que vi de él eran retratos de toreros de gran formato. Estaban pintados al óleo sobre tablex, con una técnica primorosa, de un "sfumato" realmente bello. Tenían algo de renacentistas, quizás por esa suavidad de las formas. Aparte de los conceptos técnicos, Luis poseía ese ojo clínico para el retrato: lograba unos parecidos entre el modelo y lo plasmado que eran de una contundencia absoluta. Nada más tratarlo por vez primera,  supe que el pintor Luis Molina no era persona aduladora, de aquellos que te dan lustre, te regalan los oídos y a la vuelta te ponen verde. Su mirada escrutadora, incisiva como un halcón era lo suficientemente expresiva como para marcar los terrenos, de saber que se trataba de alguien que gustaba de la honestidad; de ser claro y rotundo sin ambages. Años después de aquél primer encuentro en Abarán fui testigo de una anécdota que revela al personaje, precisamente por esa rotunda sinceridad: habíamos coincidido en una galería y la propietaria del local había decorado unas columnas de dicha galería a base de colores primarios, mezclados entre sí, sin mayores refinamientos. Le preguntó a Luis acerca del resultado obtenido y éste sin más contemplaciones le respondió: "eso es un chafarrinón horrible". La galerista, un tanto humillada, todavía sacó orgullo para replicarle: "Luis, que las he pintado yo". A lo que el pintor de Blanca respondió: "aunque lo hubiese pintado Velázquez me seguiría pareciendo horrible". Imagino que a partir de aquel desenlace los tratos entre galerista y pintor no irían muy lejos.
Luis Molina junto a su hijo, el pintor Fidel Molina. Ante todo, Luis Molina fue pintor-pintor, de los que su nombre habría que enmarcar con letra gótica. Y decimos esto, porque en el mare magnum del arte, cualquiera se otorga la licenciatura de pintor, cuando sabemos lo difícil que es reunir las cualidades para ello. Puede que, Luis, con ciertas dosis de ingenuidad, considerase que la obra hablaba por sí sola, que esa obra sería suficiente para otorgarle un gran prestigio como artista. Pero la obra por sí misma no te respalda nada, al menos en España, y mucho menos en Murcia. La carrera de artista pintor ha de sellarse con el estigma oficialista, ponderado y bendecido por los medios de desinformación, y que el autobús del partido político imperante te pille subiendo en el. Que tengas que sacrificar el tiempo del propio trabajo para asistir a saraos de dudoso gusto; y que siempre tengas a mano una frase aduladora para el regidor de turno. Eso te garantiza la revalorización de la obra, por más repetitiva y cansina que ésta sea. Alguna calle le pondrán tu nombre, incluso si se es perseverante en la causa hasta te pueden dedicar un museo.
El maestro Rogelio Gil-Serna, gran amigo de Luis Molina. Todo eso no entraba en la particular filosofía del pintor de cabellos blancos y ojos de gris azul. Él no estaba por esa labor de zascandileo permanente, en esa feria de vanidades donde los ególatras sacan el cuello como un pavo real, a la vez que sacuden sus lujuriosas plumas salpicadas de orgullo y auto complacencia. Con esa misma forma de ver las cosas se fue el mejor pintor que tuvo Cieza, Jesús Carrillo. Serían dos historias paralelas, dos espíritus que no estaban por la labor de ser meros productos de mercado; ellos tuvieron más dignidad. Vivieron para pintar, independientemente que sus obras tuvieran mayor o menor eco. Ellos se sabían grandes en su interior; trataron todo tipo de temas: retratos, paisajes, bodegones, marinas, etc. Dominaron diversas técnicas, pintaron con todos los registros cromáticos, y ante todo pintaron, no dibujaron. El destino quiso cruzarme por última vez con Luis Molina, y fue en el restaurante "Mesón del Moro". Él estaba comiendo junto a su hijo Fidel, también pintor y su pareja. Y como si una bella historia se cerrase, allí estaba la persona por quien conocí al pintor blanqueño, el maestro Rogelio Gil-Serna. También sería el maestro Gil quien me comunicara su muerte. Sólo nos queda el saber que tuvimos un amigo fiel, alguien que respiraba arte incluso cuando saboreaba una copa de vino. Que vivió como un solitario frente al destino, y que nunca vendió su alma al diablo por un cachito de gloria.

1 comentario:

@comino67 dijo...

Gran pintor, sin duda