Muy probablemente, José Tomás no hubiera sido torero, de no haber tenido junto a él a su abuelo Celestino. El hoy mitificado torero madrileño pretendía ser futbolista, hasta quien fuera chófer de algunas cuadrillas, y gran aficionado taurino le llevase a conocer los misterios de la Tauromaquia. Lo mismo podríamos decir sobre Enrique Ponce. O del abuelo Pepe Manzanares, que inauguró la saga del mismo nombre. Y es difícil no encontrar en cualquier entrevista a un novillero, matador, banderillero o rejoneador que no hablen acerca de quienes les motivaron para acercarse al mundo de los toros; van a decir siempre, que un abuelo les metió el gusanillo taurino.

Tanto José Tomás, Ponce o el actual José María Manzanares tuvieron el privilegio de disfrutar y compartir el éxito con aquellos que les abrieron el camino hacia la profesión artística más compleja y difícil del mundo. Aquellos abuelos gozaron en secreto, quizás escondidos en una grada de sombra, de los trazos de grandeza torera que sus nietos iban dibujando en los ruedos.

Algunos, puede que con problemas cardíacos, se tragarían  estoicamente los embates de la lidia, los peligros que acechan en cada tarde de gloria o fracaso. Pero su orgullo siempre estaría resguardado por la tremenda afición que les hizo involucrar a sus nietos en tan maravillosa carrera, donde la meta nunca tiene un lugar y la incertidumbre alumbra cada instante.

Ayer, un jovencísimo alumno de la escuela taurina de Alicante nos provocó un escalofrío que electrizó nuestro cuerpo, cuando se dirigió al centro del platillo de una plaza como “La Deseada” de Cieza para brindar al cielo, en memoria de su abuelo, Jesús Ruiz Martínez, fallecido hace unos escasos días. El escenario de tan singular brindis  fue una plaza con la solera de los cosos más insignes, una plaza que se erige por derecho propio como la más bella de la región de Murcia.  Todos cuantos hemos visto a Iker Ruiz tenemos la sensación, digamos que intuición de percibir en él las cualidades necesarias para ser una futura figura del toreo.

Un brindis en medio de un ruedo vacío, de un graderío desnudo, que nos hizo estremecer de emoción contenida, en el silencio de un mediodía invernal teñido de sol, después de haber trazado verónicas al aire, -ayer no hubo animal de por medio-; con majestuosidad y empaque, que podrían haber sido rubricadas por el mismísimo Morante.

El abuelo Jesús no estará sentado en un tendido, como tantos abuelos de toreros, disfrutando de la entrega y superación de su heredero. Iker no tendrá la dicha de recibir sus consejos como aficionado, ni podrá buscarle para brindarle aquella faena soñada; a quien mejor que a él, de quien recibió sus primeros alientos taurinos. Porque nunca jamás le hallará escondido en una grada, oteando en secreto los detalles artísticos de su quehacer torero. Por tanto, y estando tan fresca y reciente su desaparición, el precoz torero ha querido brindar al cielo, vistiendo también de azul celeste, como para fundirse en un abrazo celestial con aquél que soñó con su gloria. Quizá, puede que en la eternidad tenga reservado un palco de lujo desde donde disfrutará, a buen seguro del arte de su amado nieto.

Un hombre a la antigua usanza, mitad comerciante y mitad campesino; que en los últimos fragores de vida agradeció haber sido feliz junto a aquellos que ayer sembraron el ruedo con claveles rojos en su eterno recuerdo…

Giovanni Tortosa

Montaje fotográfico de Ana Patricia Aroca. Agradecimiento especial a los hermanos López Abellán, propietarios de la plaza de toros “La Deseada”, por haber  posibilitado este homenaje.