miércoles, 29 de septiembre de 2021

FESTIVAL DEL ABSURDO

Publicamos esto el 2 de noviembre de 2020, en la web Torosdelidia.es  cuando empezaba el festival del absurdo: Las vacunas suelen llevar de diez a veinte años de investigación, incluyendo el consiguiente testeo entre aquellos atrevidos u osados que se sometan como cobayas para ser probadas. Claro, que cada día aparecen noticias de nuevos ensayos, en China, otro día en Inglaterra, otro en Norteamérica. Lo del coronavirus se ha convertido claramente en "coronacirco", por lo que cualquier información de este tipo viene a tener la misma credibilidad que la palabra del actual inquilino de la Moncloa.


Nosotros, que no tenemos la cultura médica del licenciado Simón o el patético ministro ídem, ni de ningún sanitario, sí hemos tirado de historia, de situaciones semejantes, tales como la irrupción del Sida o aquel envenenamiento producido por lo que llamaron "aceite de colza". Entre todos estos encontramos elementos comunes.

Para empezar, la culpa de tan misteriosa enfermedad llamada Sida, tremendamente selectiva, pues actuaba contra homosexuales y drogadictos,  la cargaron en la cuenta de unos animales. Y hay que ser muy retorcidos, para hacernos creer que unos turistas de paso por la selva habrían copulado con unos pobres monos africanos. Luego, estos humanos serian los transmisores del supuesto virus. Pero esa es la versión que se nos dio a nivel oficial del virus. ¡Un tanto escatológica, absurda y sibilina, nos parece!... En la actualidad, el muerto se lo han echado a los murciélagos chinos. Evidentemente, a estos animales les puedes culpabilizar hasta de la muerte de Kennedy, porque hablar no está dentro de sus posibilidades. 

Aquella historia puso en jaque a la sociedad internacional en los años ochenta; ¡algo así, como que se nos venía encima el Apocalipsis!...Tal y como hoy sucede, se habló hasta la extenuación de vacunas que combatieran aquello. Pues, les diré que pese a los muchos años transcurridos, nunca llegó vacuna alguna; sólo se crearon algunos medicamentos paliativos. Más o menos parecido a lo del cáncer: a las farmacéuticas no les interesa erradicarlo, y sí mercadear con paliativos.

Y ahora, vayamos a nuestro territorio ibérico; recordemos aquél episodio no menos trágico, como lo fuera el "aceite de colza". En aquella historia, fueron unos mercaderes de aceite quienes pagaron el pato, cuando se supo que aquella catástrofe la causaron unos potentes pesticidas, producto de unos ensayos químicos en Torrejón de Ardoz de una multinacional alemana. Se les fue de las manos, y miles de tomates recibieron aquella pócima mortífera. Así se escriben estas historias; siempre es el más débil de la cadena, o aquellos que no pueden hablar como esos pobres animales, quienes cargan con la etiqueta de culpables. 

Tanto en este caso, como en el actual coronavirus se dieron las mismas circunstancias: el experto médico que descubre que el aceite de marras no es el causante de las centenares de muertes que hubieron, fue fulminado y se le hizo desaparecer. Lo mismo que sucedió con el joven médico chino, el cuál denunció los entresijos del coronavirus. También y al igual que sucede ahora con Simón, aparecía un ministro haciendo conjeturas de corte humorístico sobre el posible bichito que había causado tanto daño.

Ahora bien, si ustedes, amables lectores, investigan por su cuenta, nunca llegarán a entender el por qué este virus asesinaba cruelmente en Ciudad Real, Madrid o Segovia; en cambio apenas se dejaba ver en Japón o las dos Coreas, países tan próximos a China. Por ello, cuando algún osado "youtuber" habla de la posible incidencia de las radiaciones provocadas por las nuevas antenas de telefonía en el "covid", de inmediato les cierran los canales. En realidad no sabemos nada, pero también cada día es más evidente: tenemos la sensación de que nos están tomando el pelo. Aunque, para ignorantes ya está la famosa Organización Mundial de la Salud que ha errado hasta la friolera de 34 veces 34, en lo que va de "pandemia" para explicar de que va la cosa del virus "made in China".


 

jueves, 23 de septiembre de 2021

LUIS MOLINA, UN PINTOR AMANTE DEL TORO

Al igual que existen aficionados toreristas y toristas, en la pintura taurina están aquellos pintores que han dado preferencia al torero y aquellos que su arte ha derivado hacia el toro. Zuloaga o Vázquez Díaz se sitúan como retratistas de toreros; otros como Julián Alcaraz dedicó su oficio a exaltar la belleza del toro. El pintor de Blanca (Murcia), Luis Molina utilizó su inmenso talento pictórico para enaltecer la figura de uno de los animales más atractivos y cautivadores: el toro bravo.


El toro en la dehesa, sólo o acompañado de la manada, junto a los mayorales a caballo, bebiendo en una charca o bramando al viento en un atardecer lujurioso de tonalidades calientes. Plasmar la morfología de un toro de lidia no es nada sencillo; no es pintar una manzana junto a unas uvas para conformar un bodegón, ni hacerlo sobre un paisaje inerte. Transferir la gran carga estética que conlleva un animal fiero, incierto y repleto de misterio como es el toro bravo es tarea harto complicada, pero si se consigue puede ser lo más fascinante para su autor.


Por ello, cuando observamos pinturas o carteles taurinos, de inmediato podemos advertir si el autor es o no aficionado a la tauromaquia. Porque aquí no pueden haber enmascaramientos, para insuflar vida a una escena de corte taurina se tiene que ser aficionado a carta cabal. A través de sus pinturas, Luis Molina ha rendido homenajes a toros en su plenitud, a los diferentes pelajes de capas, a los diversos tipos de encornaduras y todo aquello que huela a campo bravo. Su pasión no quedó ahí, porque el pintor de Blanca tuvo tiempo y gusto exquisito para inmortalizar a toreros. Ejemplos como Pepín Liria o un jovencísimo Víctor Puerto que posaron para el. También lo hicieron novilleros de aquellos "prometedores", que al fin y al cabo fueron flor de un día.


Cuando alguien se va de este mundo solemos entonar plegarias emotivas, donde recogemos las excelencias, las bondades de quien partió a otros confines. La figura  de Luis se difuminó con 88 años, pero tuvo el gran lujo de dejarnos su inmensa obra pictórica. En la estela poética que dejaron sus toros sobre el lienzo, seguiremos sintiendo su latir de hombre bohemio, de quien sólo vivió para pintar, de haber sido un enamorado de la vida.

 


sábado, 11 de septiembre de 2021

SE NOS FUE UN PINTOR DE LOS DE VERDAD, LUIS MOLINA

      
Le conocí a través del amigo y colega Rogelio Gil-Serna. Luis solía visitarle en Abarán; allí en el mesón "Alaska" compartían algunas "cañujas", aunque Luis era más bien de vinos. Las primeras obras que vi de él eran retratos de toreros de gran formato. Estaban pintados al óleo sobre tablex, con una técnica primorosa, de un "sfumato" realmente bello. Tenían algo de renacentistas, quizás por esa suavidad de las formas. Aparte de los conceptos técnicos, Luis poseía ese ojo clínico para el retrato: lograba unos parecidos entre el modelo y lo plasmado que eran de una contundencia absoluta. Nada más tratarlo por vez primera,  supe que el pintor Luis Molina no era persona aduladora, de aquellos que te dan lustre, te regalan los oídos y a la vuelta te ponen verde. Su mirada escrutadora, incisiva como un halcón era lo suficientemente expresiva como para marcar los terrenos, de saber que se trataba de alguien que gustaba de la honestidad; de ser claro y rotundo sin ambages. Años después de aquél primer encuentro en Abarán fui testigo de una anécdota que revela al personaje, precisamente por esa rotunda sinceridad: habíamos coincidido en una galería y la propietaria del local había decorado unas columnas de dicha galería a base de colores primarios, mezclados entre sí, sin mayores refinamientos. Le preguntó a Luis acerca del resultado obtenido y éste sin más contemplaciones le respondió: "eso es un chafarrinón horrible". La galerista, un tanto humillada, todavía sacó orgullo para replicarle: "Luis, que las he pintado yo". A lo que el pintor de Blanca respondió: "aunque lo hubiese pintado Velázquez me seguiría pareciendo horrible". Imagino que a partir de aquel desenlace los tratos entre galerista y pintor no irían muy lejos.
Luis Molina junto a su hijo, el pintor Fidel Molina. Ante todo, Luis Molina fue pintor-pintor, de los que su nombre habría que enmarcar con letra gótica. Y decimos esto, porque en el mare magnum del arte, cualquiera se otorga la licenciatura de pintor, cuando sabemos lo difícil que es reunir las cualidades para ello. Puede que, Luis, con ciertas dosis de ingenuidad, considerase que la obra hablaba por sí sola, que esa obra sería suficiente para otorgarle un gran prestigio como artista. Pero la obra por sí misma no te respalda nada, al menos en España, y mucho menos en Murcia. La carrera de artista pintor ha de sellarse con el estigma oficialista, ponderado y bendecido por los medios de desinformación, y que el autobús del partido político imperante te pille subiendo en el. Que tengas que sacrificar el tiempo del propio trabajo para asistir a saraos de dudoso gusto; y que siempre tengas a mano una frase aduladora para el regidor de turno. Eso te garantiza la revalorización de la obra, por más repetitiva y cansina que ésta sea. Alguna calle le pondrán tu nombre, incluso si se es perseverante en la causa hasta te pueden dedicar un museo.
El maestro Rogelio Gil-Serna, gran amigo de Luis Molina. Todo eso no entraba en la particular filosofía del pintor de cabellos blancos y ojos de gris azul. Él no estaba por esa labor de zascandileo permanente, en esa feria de vanidades donde los ególatras sacan el cuello como un pavo real, a la vez que sacuden sus lujuriosas plumas salpicadas de orgullo y auto complacencia. Con esa misma forma de ver las cosas se fue el mejor pintor que tuvo Cieza, Jesús Carrillo. Serían dos historias paralelas, dos espíritus que no estaban por la labor de ser meros productos de mercado; ellos tuvieron más dignidad. Vivieron para pintar, independientemente que sus obras tuvieran mayor o menor eco. Ellos se sabían grandes en su interior; trataron todo tipo de temas: retratos, paisajes, bodegones, marinas, etc. Dominaron diversas técnicas, pintaron con todos los registros cromáticos, y ante todo pintaron, no dibujaron. El destino quiso cruzarme por última vez con Luis Molina, y fue en el restaurante "Mesón del Moro". Él estaba comiendo junto a su hijo Fidel, también pintor y su pareja. Y como si una bella historia se cerrase, allí estaba la persona por quien conocí al pintor blanqueño, el maestro Rogelio Gil-Serna. También sería el maestro Gil quien me comunicara su muerte. Sólo nos queda el saber que tuvimos un amigo fiel, alguien que respiraba arte incluso cuando saboreaba una copa de vino. Que vivió como un solitario frente al destino, y que nunca vendió su alma al diablo por un cachito de gloria.