Cuando mi amigo, el fotógrafo de mirada picassiana, Jesús Carbonell, me presentó a su colega Ramiro Verdú, de inmediato mi imaginación voló en Air France hacia el Montmartre parisino. Allí me esperaban los principios del siglo veinte entre miles de botellas de absenta, el célebre Moulin de la Galette y toda la atmósfera bohemia que incluía a pintores, escritores, prostitutas, bailarinas, proxenetas y todo un abigarrado espectro humanoide. Y todo ello porque Ramiro me recordaba sobremanera la figura del genial Henri Marie Raymond de Toulouse-Lautrec-Montfa, conocido simplemente como Toulouse-Lautrec, quien fuera un gran pintor y especialmente cartelista.
Ramiro y Jesús habían viajado en busca de las criaturas más exóticas y extrañas del planeta. El objetivo de ambos era vampirizarlos a través de sus cámaras; y doy fe que lo consiguieron. Mientras Verdú lo hacía en blanco y negro, Carbonell se daba un festín con todo el espectro cromático, como un poseso del color. La mayoría de estas criaturas sonreían cuando escuchaban los disparos a discreción de los exploradores del Baix-Vinalopó. Para los lugareños debería ser una liturgia divertida, viendo sus expresiones.
El encuentro con Ramiro se produjo en la plaza mayor de Novelda, bajo uno de esos típicos entoldados que tanto abundan en las cafeterías y bares. Parecía todo un príncipe Igor, al estilo operístico. Sobre la mesa, aparte del consabido Iphone, una copa de color rojo escarlata que semejaba algo parecido a un "bloody mary" y que Ramiro nos confirmó que así era. Nos explicó que era la bebida de moda, que aparte del jugo de tomate, de las gotas de tabasco y del wodka, se le añadían unas gotas de astra-zeneca, moderna y pfizer. ¡Todo un cóktail explosivo, que a buen seguro haría feliz al fotógrafo de Novelda!
Verdú nos habló de Riopar como uno de sus paraísos perdidos, donde encontraba las mejores tonalidades y contrastes para sus fotografías. También mencionó las idílicas puestas de sol que le regalaba el mediterráneo. A diferencia de Carbonell, Ramiro se toma la fotografía con la paciencia franciscana de un pescador de río. Coloca su trípode y mientras tanto deja pasar los minutos, incluso horas, hasta que el clímax estético deseado aparezca como una revelación divina, y entonces el fotógrafo disparará con velocidades bajas de obturación para hallar el milagro.
Por ello, sus interiores y bodegones rezuman una espiritualidad propia de los elegidos. Bodegones que nos recuerdan a Meléndez Valdés, a Sánchez Cotán y Zurbarán. A veces he pensado, después de contemplar semejantes composiciones, que Ramiro esconde secretamente un alma de pintor. Sea como fuere, Ramiro se nos presenta como personaje que remueve nuestra conciencia estética con su arte, como tocado por la varita mágica de un alquimista.
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