lunes, 11 de abril de 2022

"JUEVES SANTO EN CIEZA" (Fragmento de la novela Detectives de la Pasión)

 


La tarde va diluyéndose en el ámbito intimista del taller, a la espera de la hora en que Dolores participará en el cortejo procesional que tanto anhela; Bautista le animó a ello. Las tensiones que en otro momento se desataron entre ambos, van difuminándose. Aunque ella no pueda borrar del todo, las sensaciones que sintiera cuando posó desnuda para él. Una vez abortado el proyecto de una "Magdalena" que vociferaba contra el estamento romano y Herodes Antipas, en pleno "calvario" a unos pasos del Jesús crucificado, Dolores suplió aquel encargo por una figura de tamaño natural de ella misma. El no figurar en los evangelios canónicos, hizo desistir de su realización, al intuir la negativa del Cabildo Superior de Cofradías.   
 
 
 
   Largas filas de penitentes preceden al crucificado en sus últimos hálitos de vida. A pesar que todavía no ha muerto, todos ellos van de riguroso luto. Un luto colectivo que pesa como el desfile sombrío, que tiene su única iluminación en las diminutas llamas de los cirios que cada penitente porta. Si no fuese porque suena el teléfono móvil de algún espectador, podríamos creer que estamos en los finales del siglo dieciocho, cuando una escolta del llamado "santo oficio" conducen a un reo hasta el cadalso.   
   Aquellos que portan el trono; -donde erguido va el crucificado moribundo-, llevan sus rostros ocultos por gorros que recuerdan los que lucían algunos funcionarios de la Inquisición, encargados de dar muerte a los condenados. Una amalgama de tonalidades sordas y agrisadas, de evidente opacidad, entre desconchadas fachadas dibujan el escenario callejero por el que transita la comitiva funeraria.   
   Todo es como un anuncio de la inminente muerte del reo, que cuelga en el áspero madero  entre cuatro voluminosos faroles de tulipas moradas que emiten una luz suave y avioletada, aportando un sutil baño de melancolía al cuerpo todavía vivo del doliente crucificado. El espectáculo de tintes mortuorios es balsamizado por el sonido de violines, que detrás del condenado ejecutan emblemáticas piezas de Tommaso Albinoni y Mozart.   
   A mediados del itinerario, queda un viejo monasterio donde todavía habitan  religiosas. En ese punto, la comitiva hará un alto y el trono donde se erige la cruz, girará lentamente hasta posicionarse frente a una pequeña ventana con rejas; desde la oscuridad interior aflorarán los rostros enigmáticos de algunas de las religiosas que observarán el semblante iluminado del crucificado con callada veneración. Minutos después, la comitiva volverá a su estado primitivo y proseguirá el desfile. Justo, debajo de la ventana del convento está el escultor Juan Bautista. Cada año acude allí, para sentir las emociones que el mágico momento le transfiere. Desde que dejara de procesionar como hermano de la misma cofradía, escogió aquel entrañable rincón para rendir pleitesía a la figura de un Jesús crucificado, que para él significa tanto.   
   Como cada año, el crucificado da muestras de su terrible impotencia frente al destino, y dirige su mirada al cielo, por si alguien le escucha.   
   Cada primavera, como enunciara Antonio Machado, el pueblo andaluz pone y quita escaleras para bajar del madero al Jesús de la agonía; -aunque el poeta sevillano no sienta especial predilección por este Jesús, sino por el que anduvo en la mar. Y ese mismo Jesús, el que caminó por los polvorientos senderos de Galilea, apenas despierta entusiasmos en el pueblo; que más bien prefiere al mártir crucificado, desangrándose mientras implora y pide explicaciones al Dios que nunca le escuchó. Ese mismo Dios que tampoco le envió las doce legiones de ángeles, para que fulminaran a los enemigos de Israel: los romanos comandados por Pilato, los comerciantes griegos y todos aquellos gentiles y paganos que pululaban por tan controvertida tierra.   
   El crucificado sólo contaba con algunos de sus hombres que portaban espadas, y eso no era suficiente  para luchar contra la maquinaria de guerra romana, ni tan siquiera para hacerlo contra los sacerdotes sanedritas. Por ello, confiaba en su Dios para que le resolviera el problema, y de una vez por todas se instaurase el tan soñado "reino de los cielos"; -enfáticamente  anunciado por él, aunque nunca explicase en qué consistía, desde que su maestro Juan el Bautista le dejara el tremendo legado. Anunciar un supuesto reino celestial en un mundo mayormente pagano, era sinónimo de condena y muerte. Y tanto Juan el Bautista, como su discípulo Jesús de Nazaret pagaron con sus tremebundas y prematuras muertes; así como los once falsos mesías que desde tiempos de Herodes el Grande hasta el año setenta del siglo I existieron.   
 
                              
                                                                                                                  
  El otro Juan Bautista, el escultor y modelo de altas pasarelas, observa con minuciosidad la talla en madera del crucificado que ya llegó hasta el punto donde ahora él se encuentra. Las trazas escultóricas son de un enorme clasicismo y la naturalidad de sus formas, así como la gestualidad es encomiable. Un rostro helenizado, que poco le queda de rasgos judíos; pero eso no es extraño, dado la tendencia que siempre tuvo la iconografía religiosa. Luego de analizar las calidades plásticas, el joven escultor repara en el iluminado rostro del héroe de los evangelios. A pesar de todo, le sigue transmitiendo paz y angustia, luminosidad y fondos de tinieblas. Reconoce que ya no siente, lo que otros años. Los último tiempos han arponeado sus creencias que antaño eran firmes y rocosas, ahora son menos contundentes y pasan por una crisis de identidad.   
  Los ojos del crucificado; -abiertos con desmesura-, irradian la terrible condición de quien después de una lucha titánica no logró apenas nada, y sí la indiferencia y  hostilidad de aquellos que le premiaron con la más cruenta y vergonzosa de las muertes: ser izado en un madero en forma de cruz, para morir ante la presencia de docenas de curiosos. Pero lo terriblemente patético sea, que el llamado "Padre" no le escuchó y permitió su muerte; -como quien deja morir a un perro apaleado y desangrado en medio de un camino. Ni siquiera los más cercanos le entendieron, ni su propia familia, en su misión y oficio de rabino; como profeta, sus profecías tampoco se cumplieron y  su mesianismo aclamado previo a su condena jamás lo pudo llegar a ejercer.   
 
   Puede que el escultor Bautista, al sentir en primer plano la presencia de la egregia figura, entre el sollozo de los violines, la cambiante luz de los cirios y la potente mirada del que está a punto de cruzar la eternidad  recuerde la historia de "A mi manera"; -la canción que nadie quería cantar por la dureza de su letra, cuyo protagonista se siente fracasado al final de su vida. Y porque se huye de los fracasados, como quien huye de la peste, el escultor Juan Bautista ahora siente como suyo al hombre judío que está pertrechado detrás de esa imagen mitológica; alabada y bendecida por los siglos.  Aunque nadie sepa su realidad: si era casado, viudo o soltero, cuál fue el tiempo que dedicó a predicar la llegada del Reino; ni tan siquiera como era su piel, ni el color de sus ojos.  
    La mirada de Bautista se abre, todavía más, para intentar abarcar el prodigio que esconde aquella madera, la esencia del hombre judío llamado Yeshua bar Yosef, que a pesar de ser vitoreado por sus propios discípulos como rey de los judíos murió pobre como una rata, para después convertirse en la figura universal que más dinero dio a los que publicitaron su nombre e imagen. La emoción de querer conocer al hombre oculto en el inmenso marasmo de la historia, hace que de sus ojos salgan lágrimas de solidaridad por ese mismo hombre, cuyo mayor mérito para el mundo en el que vivió, fue la de hacer sanar a enfermos.   
 

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